París era una fiesta – by VicentYz

Para Hemingway París siempre será una fiesta, allá donde esté, y para mí también después de zambullirme en aquellos duros pero dorados años 20 gracias a la recopilación de los relatos que escribió. Él estaba orgulloso de su generación, de esos años que construyeron los jóvenes de la guerra, la “generación perdida”, y quiso que calase en la memoria de todos para siempre. Caló en Woody Allen, que volvió, y con él nosotros, a aquellos años dorados a través del protagonista de “Midnight in Paris”. Cada medianoche se unía con Hemingway, con los Fitzgerald (Scott y Zenda), hipersensibles a partes iguales, con Buñuel, Dalí, Picasso, con Ezra Pound que probablemente era el poeta más bondadoso que París conoció en aquellos años, con la exigente Gertrude Stein, con las puertas de su casa siempre abiertas, dispuesta a defender o a despellejar tu obra en el número 27 de la Rue de Fleurus…

Y por ese París paseaba Hemingway, y crecía haciendo lo que de verdad le gustaba, escribir cuentos, lo dejó todo por ello. Por eso y por su mujer (aunque con los años se complicara, pero eso es otra historia). De momento solo escribía cuentos ya que aún estaba aprendiendo a recorrer la larga distancia que suponía escribir una novela. Su lugar de trabajo, los cafés de París: Le Dôme, Café de Flore, Café Les Deux Magots, La Closerie Des Lilas… Para escribir, siempre los cafés. Siempre París. Tenía que medir sus comidas, a él y a su mujer les chiflaba el buen vino y la buena comida que servían en los buenos “restaurants” pero eran pobres… aunque muy felices. Tenía amigos ricos, desde luego. Estaba Scott Fitzgerald, muy rico pero inseguro con su trabajo hasta que escribió “El Gran Gatsby” y se creció sabiendo que había escrito su gran novela, aunque nunca llegaría a volar del todo, siempre más pendiente de su mujer que del oficio de escritor.

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Su gran amiga, Sylvia Beach, le proporcionaba su fuente de inspiración: los libros. Ya que no tenía dinero para comprarlos, ella se los prestaba. En el número 12 de la rue de l’Odéon se encontraba “Shakespeare and Company”, la librería de Sylvia. Quizás sin su generosidad nuestro querido amigo Ernest habría acabado pronto su aventura de escritor. Además de libros, en ocasiones le hacía prestamos de dinero, ya que aunque eran pobres y felices, el hambre apretaba y veía a su amigo demasiado delgado.

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Un día de finales de otoño, en el que llovía y en el que el frío empezaba a azotar las calles, Hemingway decidió posarse en un buen café en la Plaza Saint Michel. Era acogedor y estaba caliente. Sacó sus lápices y su sacapuntas y entonces, cuando empezaba a dar rienda suelta a su imaginación sin que aún le hubiera atrapado su propia historia (esta todavía no se escribía sola), entró por la puerta una chica hermosa. La observó durante unos minutos mientras sacaba punta a sus lápices. Estaba sola en una mesa junto a la ventana. Debía de estar esperando a alguien ya que no dejaba, ni un momento, de mirar a través de la ventana y a la puerta. Observaba lo que le rodeaba ¿qué vería? Quizá los paraguas de la gente, o quizá buscaba el sombrero y la gabardina de su novio o esposo entre el gentío de la Plaza, apresurados por la lluvia. Intentaba localizar con la mirada al hombre con el que se había reunido años atrás después de la Gran Guerra. Él había tenido suerte, solo había perdido dos dedos de su mano derecha con una granada.

Esa escena en el café de la Plaza Saint Michel quedó grabada en la memoria de Hemingway para siempre, igual que cada esquina de la “ciudad de la luz”, igual que las fachadas y cornisas de aquellos edificios, igual que los pájaros, los cambios de luz y hasta escribió sobre la forma que tenían los árboles de desnudarse a medida que avanzaba el otoño. Todo le atrapó. París era una fiesta. Y escribía sin parar.

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Woody Allen y su protagonista, un escritor de guiones de Hollywood que añoraba una época mejor, soñaban con los años 20 en París. Vivir en medio de esa explosión artística y de esas ganas de remontar después de la Guerra. Esa juventud que con veinticinco años, o menos, habían vivido lo que nosotros no habremos vivido ni en tres vidas y que, después de tanto obedecer para morir, habían decidido continuar viviendo haciendo lo que les saliera del corazón. Vivir rodeado de pintores, escritores, poetas y escultores. Jóvenes que vivían con intensidad la vida y la muerte. Gente dispuesta a dejar su sello para siempre… Y lo consiguieron. Esos jóvenes a su vez  añoraban épocas mejores antes de la gran guerra, la “Belle Époque” de finales del siglo XIX y primeros del XX. Como si de un círculo vicioso infinito se tratara, todos añoraban una etapa anterior.

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De regreso al año 2016, espero en la terraza de un café del centro de Madrid a un amigo. Aprovecho para ir un poco antes y acabar “París era una Fiesta” de Hemingway. Pido una buena Paulaner en vaso grande y, antes de volver leyendo a París, oteo lo que me rodea. Veo en una mesa a una pareja. No deben tener más de veintitrés años. Miran sus móviles “cabizbajos”, como parece todo el mundo cuando anda, espera, viaja… El chico y la chica a veces ríen, no por lo que se dicen (no conversan), sino por lo que les trasmiten sus aparatos. Se encuentran absortos y de vez en cuando también sonríen. Y en eso que un gorrión se posa en su mesa, parece que les habla haciendo ligeros movimientos con su cabecita. Pero la “feliz” pareja continúa cautivada por sus móviles y el gorrión se va volando en busca de mejor compañía. Diez minutos después, la chica hace una pausa en su ensimismamiento y, levantando la mirada, alza su aparato en el aire para inmortalizar el momento con una foto de ella misma.

Y pienso en cómo nos recordaran en el año 2120, si nos invocarán como la “generación eternamente joven” o como la “generación frustrada”. Adolescentes hasta los treinta, jóvenes hasta los cuarenta. Habiendo vivido la vida con la mitad de intensidad de como la vivían  hace 100 años con veinticinco. Sin fuerza, tibios ante lo que nos rodea, caminantes aturdidos y adormecidos… Vividores de esta explosión tecnológica que nos tiene abstraídos y a la vez conectados engañosamente al mundo. Un mundo para el que parece que no contamos y del que poco a poco nos vamos apartando encerrándonos en el nuestro, mucho más pequeño, mucho menos interesante y desde el que pocas cosas podremos cambiar. Unos días en los que se pisotea la cultura y en el que abrir una librería parece un sueño utópico. Ahora se lleva cerrarlas. Librerías que hace cien años, por ejemplo en París, fueron alimento intelectual para futuros Premios Nobel.

Y me pregunto si en el año 2120 querrán volver, aunque sea por un día, a nuestra época…

Lo dudo.

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VicentYz

(@Wheatherfield)

 

Publicado en thebestandbrightestclub

 

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